Publicado
por Manuel Jabois
En el
ajedrez, como en la vida, el último objetivo es destruir un imperio y asesinar
al Rey. Que sobre un tablero se desenvuelvan tormentas de tal tamaño y se
despeñen tantas voluntades geniales ha sido siempre un curioso objeto de
estudio. Oscar Wilde llegó a decir que enseñarle a un hombre a jugar al
ajedrez era el camino más sencillo para destruirlo. Un tipo tan recogido como Viswanathan
Anand, el genio indio que vive en un pueblo de Madrid, puede decir algo tan
turbulento como que si piensa, juega mal. A un jovencito Fischer le
preguntaron en una ocasión quién era el jugador más fuerte del mundo. Puso tal
cara de asombro que el interlocutor tartamudeó: “Aparte de ti, claro”. Del
Fischer quinceañero se recuerda su voluntad de hierro al negarse a pactar tablas
con el maestro Gideon Barcza con sólo dos reyes en el tablero, ¡y el de
Fischer persiguiendo al otro! En un ensayo titulado
de manera magnífica —Cómo la vida imita al ajedrez— Gary Kasparov
habla de las extrañas fobias contraídas con el tiempo por las leyendas de este
intrincado arte. Akiba Rubistein, por ejemplo, empezó a ser víctima de
una timidez patológica. Tras realizar un movimiento, corría a esconderse en un
rincón de la sala a esperar la réplica de su adversario.