martes, 10 de julio de 2018

La Foto del Recuerdo

Ratmir Kholmov

Antes de salir a patrullar, voy a copiarles una bonita anécdota de ajedrez. La contó, como siempre, mi amigo Mac (Alá le dé la paz, la alegría y cincuenta huríes) que la leyó, dice, en Smart chip fron St. Petersburg, de Gennadi Sosonko.
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El protagonista de esta historia es Ratmir Kholmov (el de la foto), un fortísimo Gran Maestro soviético que nunca llegó a alcanzar el top ten ajedrecístico por la sencilla razón de que las autoridades de su país jamás le autorizaron a competir en Occidente y en torneos de máxima envergadura. Sólo le dejaban viajar al exterior para competir en países “amigos” como Cuba, Yugoslavia, Hungría, Checoslovaquia, etc. Las cosas funcionaban así en la URSS por aquel entonces: no sólo habías de tener un nivel altísimo como ajedrecista, sino que además tenías que ser “de fiar”. Kholmov era demasiado amigo de la botella de vodka, de las fiestas nocturnas en habitaciones de hotel y de quitarle las gorras a los policías cuando venían a detenerle por alterar el orden público. A este tipo de jugadores no se les promocionaba de la misma manera que a quienes observaban una conducta más acorde con el soviet way of life. A Kholmov le colgaron la etiqueta de “conflictivo” y esto fue determinante para que su carrera avanzara siempre a trompicones.

Bien, el caso es que en 1965 se disputó en La Habana un torneo muy fuerte al que Kholmov fue invitado y en el que la mayoría de los jugadores pertenecían al bloque comunista, excepto el sin par Bobby Fischer. Sin embargo, las autoridades yankis no permitieron a Fischer que viajara a Cuba (recordemos que la crisis de los misiles se había producido sólo tres años antes) y sólo aceptaron que Fischer participara vía télex. O sea, Fischer movía una pieza en Nueva York, transmitían el movimiento a La Habana, su rival contestaba con otro movimiento, retransmitían éste a Nueva York y así durante cinco o seis horas. Un coñazo para todos, pero así era la Guerra Fría.

Vayamos ahora a la noche anterior a la partida entre Kholmov y Fischer. Kholmov ha bajado al bar de su hotel a tomarse un ron. Sólo uno, ojo. Está tan rico que sería un pecado perdérselo, ¿verdad? Aaahhhh, qué bueno está. Bueno, no pasa nada si me tomo otro. Total, si igual no me dejan volver a La Habana… ¡Camarero, otro ron! Y así una y otra vez durante tres o cuatro horas, al término de las cuales Kholmov está borracho como una cuba, feliz como un oso Misha y sin dejar de gritar “!Viva Cuba libre, camaradas!”. Entonces irrumpe en el bar el ex-campeón mundial Vassili Smyslov, quien participa en el mismo torneo. Es del dominio público que un ex-campeón del mundo sólo necesita un simple vistazo para evaluar una situación, ya sea dentro o fuera del tablero. Smyslov tarda exactamente cuarenta y dos centésimas de segundo en tomar a Kholmov del brazo y decirle: Ratmir Dimitrievich, anda, ven conmigo, te voy a enseñar una novedad que he descubierto en la apertura española. A lo mejor puedes utilizarla mañana contra Fischer. Porque mañana juegas contra Fischer, ¿recuerdas?”. Así que Ratmir Dimitrievich balbucea: “¿Fischer?”, con la misma cara que ponen los bacalaos cuando ven un tiburón a dos metros de distancia y deja dócilmente que Vassili Vassilievich le saque del bar.
Ya en su habitación, Smyslov reproduce la apertura española en el tablero y le enseña la jugada de marras. Kholmov apenas puede mantener los ojos abiertos y es incapaz de pronunciar algo más largo que “da” o “niet”, pero atiende a lo que Smyslov le muestra y luego se va a la cama haciendo más eses que un camarero a bordo del Titanic. Por muy borracho que esté, comprende que el camarada Smyslov acaba de hacerle un gran favor.

Al día siguiente, Kholmov tiene una resaca que ríete tú de la erupción del Krakatoa. Mientras se aplica compresas frías en la cabezota, maldice su suerte e imagina la desagradable conversación que podría tener lugar en Moscú, a la vuelta del torneo, con las autoridades del Comité de Deportes soviético: “Maldito hijo de puta descerebrado, ¿tenías que emborracharte como un piojo precisamente cuando jugabas contra Fischer al día siguiente? ¿Dónde coño tienes la cabeza?”. Fischer es el enemigo público número uno del ajedrez ruso, su bestia negra, el enemigo a las puertas. Así que Kholmov se sienta pálido como un muerto frente al tablero cuando llega la hora de la partida. Temblando por la presión, rechinando los dientes, haciendo crujir los nudillos, dispuesto a no levantar el culo de la silla en toda la partida. Si pierde frente a Fischer, no le perdonarán la borrachera del día anterior y su carrera ajedrecística se habrá ido a la mierda. Y entonces ocurre el milagro. Porque los milagros o la suerte o como se quiera llamar a los caprichos de la Fortuna, existen: Fischer plantea la apertura española con las blancas y sobre el tablero se suceden todos los movimientos que Smyslov había mostrado a Kholmov la noche anterior. Ratmir Dimitrievich efectúa el movimiento sorpresa recomendado por Vassili Vassilievich y Fischer, sorprendido, tarda veinte minutos en contestar. Su respuesta no es mala pero tampoco es la mejor posible. Entonces Kholmov aprieta el culo contra el asiento y exclama mentalmente: “Te vas a cagar por las patas, chaval”. Logra una pequeña ventaja y, paso a paso, aumenta la presión sobre Fischer, apretándole las tuercas hasta que éste acaba rindiéndose en el movimiento nº 46. Y, por si fuera poco, el propio Fischer le felicita por su victoria: “Una partida brillante, Ratmir. ¡Así se escribe la historia del ajedrez, hoygan!
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Molona, ¿verdad? Gracias, Mac. Usted es formidable.

Lector Constante 

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