viernes, 29 de marzo de 2019

Colección Grandes Maestros - Nº 334 - Julio Becerra Rivero

Julio Becerra Rivero
15 de octubre de 1973
La Habana, Cuba
 
 

Julio Becerra, 'el mostro'
 
 
'Todo va a cambiar', dice el maestro. ¿Nuevos tiempos para el jugador que dominó la escena cubana de los noventa?
 
Es la misma suerte que han corrido otros muchos jugadores que escogieron el camino del exilio: Amador Rodríguez, Juan Carlos González, Dionisio Aldama… Muchísimos. Es la historia de Cuba. Así que tengo que extraer del saco de mi memoria para hacer un retrato de este jugador, que dominó la escena cubana de los años noventa.

Comenzó, dónde si no, en el Club Capablanca (Humboldt e Infanta), donde siempre hay alguien que cree ser mejor que cualquiera, y está dispuesto a demostrarlo. A Julito Becerra se lo demostraron bastante. De tantos golpes que recibió, empezaron a llamarlo Julita. Pero, es en estos momentos cuando se puede catar la personalidad de un hombre: cuentan que se iba a su casa, derrotado, pero al otro día regresaba a retar a su vencedor, a demostrarle que estaba equivocado; aunque esto no siempre sucedía, pues los golpes le seguían lloviendo de todas partes. Hasta un día.

Cuando lo conocí personalmente, en la Escuela de Superación y Perfeccionamiento Atlético (ESPA, provincial), en el año 1991, ya estaba fuera de liga, con un título de Maestro FIDE que no reflejaba su fuerza. Muy pocos le decían Julito, la mayoría Becerra, y entre las clases bajas le agregaban "el mostro" al final: "Becerra, shhh, el mostro".

Lo que más admiraba de Julito Becerra era la constancia, y ese ímpetu de ganar a toda costa. Si fuera wrestler, le faltaría un ojo, la nariz y todos los huesos estarían astillados. Recuerdo una vez, en uno de los torneos abiertos que organizó el Instituto Superior Latinoamericano de Ajedrez (ISLA), en la década de los noventa, en que jugaba con José Luis Vilela, un Maestro Internacional con una norma de Gran Maestro al que nunca le ha faltado la garra.

Vilela obtuvo una posición absolutamente ganadora, pero con la desgracia de tener menos de un minuto en su reloj. A Becerra le sobraban unos 45, pero, si jugaba pausado y apuntando las jugadas en su papel, como aconsejaría el manual, el rival tendría la oportunidad de ir sacando las jugadas una a una, lo que le resultaría fatal.

Al final, cuarenta minutos más tarde, cuando las reglas permitían jugar a Julio Becerra sin apuntar, el juego se desarrolló a velocidad de Fórmula Uno. Y cuando a Vilela se le cayó la banderita del tiempo, ya se habían pasado de las 40 jugadas reglamentarias, con lo que conservó su ventaja abrumadora. "El mostro" se rindió sin complejos, sabiendo que hizo todo lo que pudo: sólo un segundo lo separó de la victoria. Como ésta, muchas, muchas más. El artículo no daría abasto.

¿Error o acierto?

Cuando se hizo Gran Maestro en 1997, a nadie le sorprendió. Hacía rato que se batía de tú a tú con los mejores, y les ganaba. Lo asombroso era que no hubiera hecho el título antes, pero eran tiempos malos. A pesar de eso, fue uno de los pocos de la época que lo hizo estando en Cuba. Y cuando, en 1999, se ganó el derecho a participar en el Campeonato del Mundo en Las Vegas, decidió exiliarse. Hay quien dice que eso fue un error, que tal vez hubiera llegado más lejos quedándose en Cuba, y tal vez eso sea cierto.

Pero el ser humano desea decidir por sí mismo, y no que lo guíen y le exijan, más allá de sus convicciones, a cambio de prebendas. Sobre la base de ese derecho, Julito Becerra decidió quedarse, y así selló el destino de los cinco años siguientes: fueron duros para sus aspiraciones, al no poseer un pasaporte norteamericano y no poder viajar a los torneos alrededor del mundo, fogueo necesario si se quiere pertenecer a la élite. Cinco años… En ese tiempo, una piedra bajo el sol se puede convertir en arena.

Hace unos meses, cuando lo localicé de casualidad y conversé con él por teléfono, me dijo: "Todo va a cambiar". Me contó cosas que ya sabía, que ya puede viajar, que ya es citizen, que ahora sí, que ya tiene un ELO de más de 2600… Para qué interrumpirlo, lo dejé hablar: ¡Coño, es Becerra!

Sí, señores, siempre lo nombré Becerra, a secas. Nunca le agregué "el mostro" al final. Para qué. Eso siempre me sonó redundante.

Carlos Luis Pujol
 

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